viernes, 30 de octubre de 2009

EL TAMBOR

Cada vez que sonaba el tambor corríamos a escondernos en nuestra guarida. Todos sabíamos lo que significaba. Ninguno queríamos que nos pillara el tambor sonando en medio de la calle o en algún trance inoportuno que nos impidiera refugiarnos convenientemente. Algunas personas se quedaban pasmadas ante nuestra desbandada al oír los acordes martilleantes del tambor. De aquél tambor. De esto colegirán ustedes que no era cualquier tambor o un tambor cualquiera. Era un tambor concreto, conciso y específico el que nos hacía temblar e inundaba nuestros corazones de un pavor desbordante. Para nosotros era el tambor con mayúsculas. El único que existía. El único que nos importaba. El único capaz, con su redoble, de hacernos estremecer de puro miedo. Y no es que su sonido fuera más o menos desagradable. No. Oírlo significaba para nosotros algo muy concreto. Para nosotros tenía un significado diferente al que podía adjudicarle cualquier otra persona. Y por eso corríamos a refugiarnos en nuestra guarida. Allí estábamos a salvo. Nada nos podía suceder. Su poder no podía penetrar en nuestro refugio de animales no tan racionales. Porque irracional era el efecto que aquél tambor producía en nosotros. Pero no podíamos evitar que se apoderara de nosotros. De todos nosotros. Los elegidos. Los filósofos y filántropos de aquella sociedad podrida que temblábamos de miedo ante el sonido de aquél conejito tocando el tambor incansablemente y que era capaz de romper todos nuestros esquemas de pensamiento y echar por tierra cualquier aspiración de transformar el mundo. Puto conejito de mierda.

No hay comentarios: