lunes, 29 de octubre de 2012

(DE) FOREST (IN) BIEITO



Estos días plantea un taller el maestro Sanchis Sinisterra en su corsetería con el título ¿Qué hacer con los clásicos? (para el que por cierto no me han admitido). Pregunta interesantísima en este mundo, para algunos mundillo, teatral que no parece terminar de encontrar su sitio en este nuevo siglo atenazado por el consumo voraz e indiscriminado de productos multimedia. Y hoy voy a hablar de este asunto partiendo de un espectáculo teatral al que asistí ayer domingo.
Calixto Bieito trae estos días al Centro Dramático Nacional, dentro del ciclo Una mirada al mundo, una obra pergeñada bajo los efluvios de los fastos de las Olimpiadas de Londres, que también han querido dar un cierto protagonismo al teatro y, por supuesto, a Shakespeare. Este  supuesto excelso director de escena, también metido a dramaturgo recalcitrante, se ha zambullido en el orbe del bardo para idear un espectáculo basado, como el mismo se intitula, en la obra de Shakespeare. Evidentemente no existe una obra de este autor que se titule Forest. El espectáculo es mucho más ¡ambicioso! y está basado en toda su obra. De ahí pasamos al proceso de manufacturado. Elegimos un tema, los bosques, y seleccionando una serie de fragmentos relativos al asunto, damos a la manivela del corta pega. Así surge un collage infausto, en idioma inglés, que se intenta aderezar y dar forma mediante la introducción arbitraria  y mezclada de textos (o fragmentos traducidos) en catalán.
Este potaje a la catalana, ideado por el de Miranda de Ebro, resulta totalmente indigerible. Lo peor del teatro no es la pretenciosidad, la impostación, la grandilocuencia vacua o el encefalograma plano. Lo peor es generar aburrimiento. Y es que este espectáculo no lo salvan, sino que lo sufren profundamente, actores de la talla de José María Pou y otros sacados directamente de las mejores compañías inglesas, como la Royal Shakespeare Company. Pou, que es el más cercano y al que conocemos más por aquí, también es productor y director teatral, por lo que se me hace más triste verle intentado rebobinar esas cintas de Krapp totalmente descontextualizadas y absolutamente perdido en un proyecto que raya lo patético (y no en sentido aristotélico).
Una escenografía bonita y original (con un árbol suspendido del techo sobre un macetero gigante, que desparramará la tierra sobre el escenario y todo ello encajado en un cubo liso de paredes blancas sobre las que incide la luz de diferentes tonalidades) no es suficiente para librar al espectador del horror (tampoco este aristotélico) de aguantar este pestiño. Y si encima se envuelve todo de supuesta, pueril e inconexa fábula ecologista, pues todavía sale uno más cabreado del teatro Valle-Inclán en Madrid.
Y todo esto no viene por ese estado inducido, y  no pretendido, a este espectador de teatro. Viene por el qué hacer con los clásicos. Con estos se puede hacer de todo. De hecho como los pobres autores de los mismos están más que muertos no pueden protestar. Los textos dramáticos están en lo que se llama dominio público. Y por eso se puede hacer lo que se quiera con ellos. Lo que no se debe hacer, a mi juicio, es tomarlos como pretexto para cualquier cosa. Para hacer cualquier cosa. Los clásicos deben de abordarse desde un posicionamiento hermenéutico y creativo, pero no desde el completo desdén a los mismos. No son material inerte para usar en conglomerados de nuevos edificios. Son valiosísimos materiales que deben de inducirnos a pensar en los valores, ideas y asuntos humanos que cuestionan. Porque por eso son clásicos, porque son universales. Y si encima los utilizamos para aburrir al personal, apaga y vámonos.

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