Vietnam. Yo crecí con la guerra del Vietnam. Recuerdo perfectamente aquellos mapas del sudeste asiático en blanco y negro que nos mostraban los telediarios franquistas. Y Vietnam era una franja larga y sinuosa que bordeaba el mar de china y que ineluctablemente se dividía en dos. Vietnam del Norte y Vietnam del Sur. Oficialmente los del sur eran los buenos, por supuesto. A su lado también aparecían otros países míticos como Laos, Camboya, Birmania o Tailandia. Pero Vietnam era el referente. Ni siquiera Pol-Pot y su hiper-genocidio en Camboya pudo alterar ese lugar de privilegio.
Los americanos ayudaban a aquella pobre y buena gente de ojos rasgados a frenar la plaga del comunismo. Yo, por entonces, debía de padecer lo que algunos han llegado a acuñar como “el síndrome del piel roja” y secretamente, sin que nadie a mi alrededor lo sospechara, apoyaba a aquél “vietcong” invisible que se resistía a la mayor potencia militar del mundo. Seguramente estaba predestinado genéticamente, aunque todavía no lo supiera, a hacerme comunista y por ende comencé a odiar a los americanos. Este “pecadillo” de juventud, el comunismo, normalmente tiene una vigencia limitada y suele comenzar a curarse con unos buenos pantalones vaqueros. El otro, el del piel roja, no lo tengo todavía muy claro. Pero esa es otra historia.
Todo un pueblo en fraternal y secreta comunión osaba hacer frente a las mayores adversidades sin importarles el mayor de los sacrificios. El vietcong. Aquellos pequeños orientales, había que admitirlo, tenían un par de cojones. Y no solo los hombres. Mujeres y niños no dudaban en entregar su vida en aquella desigual lucha. Había en aquél pueblo un sentido trágico de la vida que no parecía tener nada que ver con nosotros. Por lo menos nos parecía muy alejado de nuestra mentalidad. Ni siquiera se parecía a aquel sentido extraño, de asunción impertérrita de la muerte, que algunos podíamos llegar a pensar que hacía gala el pueblo ruso desde Catalina la Grande hasta la batalla de Stalingrado. O eso es lo que habíamos imaginado.
Al lado de ambos pueblos, los americanos eran unos gallinas que se reinventaban a sí mismos, ignorantes de todo, para elevarse a la categoría de héroes solo por obligación. Luego las películas del “Vietnam” vinieron a confirmar todo aquello. Era sencillamente asqueroso ver como en nombre de la libertad se exterminaba a todo un pueblo sin el más mínimo rubor. Ni siquiera algunos títulos memorables de la cinematografía contemporánea, rebosantes de arte y autocrítica, pudieron hacerme cambiar de parecer. El Vietcong era una fuerza subterránea capaz de tumbar y hacer parecer patéticos a los mejores héroes de Hollywood. Una fuerza que debía contener algo más que sentimientos primarios de rabia o resistencia. Algo superior que no tenía nada que ver con la raza, la religión o la política.
La decepción también vino después. Y también nos la mostró profusamente el cine americano. Aquello no era más que un sentimiento indescriptible de autodefensa, de autoconservación, de conciencia grupal, de apego al terruño, que ya en el siglo diecinueve se había acuñado con el nombre de nacionalismo. Amor a la patria y rechazo a la invasión. Identidad. ¡Que pena! Entonces dejé de simpatizar con el vietcong. Y con todos los grupos humanos organizados territorialmente. Y fue por una razón muy sencilla. La exclusión sistemática del extranjero y su rechazo, me excluía a mí de casi todo el mundo, o de todos los grupos humanos conocidos. Y encima yo no creía sentir nada igual por mi tierra. Era un desarraigado. Una miseria humana que no tenía raíces en ninguna parte. Una víctima del desarrollismo y de la frustración de cuarenta años de fascismo.
Entonces llegó el pelotazo para terminar de poner todo en su sitio. El desencanto que algunos llamaron. Otros nunca lo estuvimos ya que vimos el percal desde el principio. El que tenía padrino se bautizaba. Igual con Franco que en democracia. La aristocracia y la burguesía se descojonaban de las ansias de libertad de un pueblo eyaculador precoz, que creía llegar al orgasmo cada cuatro años. Pero en el fondo todo seguía igual. El famoso cambio se quedó en cambiazo. Nos dieron el cambiazo y la mayoría ni se enteró. Ahora podías decir lo que quisieras. Nadie te iba a escuchar.
Pero la última vuelta de tuerca todavía estaba por llegar. Aquí no había un vietcong que luchara por unos ideales, que incluyera en la moral social el cumplimiento mínimo de los principios básicos de igualdad de oportunidades. Los hijos de los vencedores llegaron de nuevo al poder y creyeron que podía resucitar al generalísimo sin que nos enteráramos. Los telediarios volvieron a ser en blanco y negro. De Vietnam pasamos a Irak. Ahora ya no había orientales en la pequeña pantalla. Ahora estaba llena de musulmanes.
Todos sabíamos que lo de las cruzadas había acabado muy mal. Que aquél no era el camino. Luego vino la revolución científica e industrial y el Islam desapareció del mapa. Sencillamente, no existía. Hasta que llegaron los petrodólares. Al principio jugaron a ser capitalistas. Luego, hartos de sí mismos, volvieron a sus raíces. A donde las había dejado. Al siglo XVI. E incorporaron tecnología occidental. Una pena de mundo. Retrocedíamos en el tiempo a golpes de seguridad. A cambio de libertad. Coartada perfecta para todo el pseudo-fascismo de nuevo cuño.
Pero ahora no había un vietcong. Ahora no podías simpatizar con ellos. Ahora, con la globalización, te traían la guerra a casa y hacían saltar trenes por los aires. Precisamente aquellos trenes que tenías que coger todos los días para ir a trabajar. Para ir a tu trabajo de mierda que te permitía tener un nivel de vida envidiado por más de medio mundo. Pero ahora no podías simpatizar con ellos. No podías simpatizar con los asesinos de tu vecina. De la señora de la limpieza. De la hija del tendero. ¿Qué podía hacer yo? Me había curado de mi “síndrome del piel roja” o sencillamente me había hecho mayor. Había madurado. Sería posible que los niños de ahora pudieran jugar a ser quintacolumnistas y simpatizaran con semejantes asesinos. O lo que era peor ¿Se harían todos nazis? Estábamos en el prólogo de un nueva guerra de civilizaciones.
No lo sé. Intenté despertar pero todo fue inútil. Ya estaba despierto. No podía creer que viviéramos en un mundo tan infame. Tan ridículo. Tan mezquino. Pero era así era imposible negar la realidad. Estábamos, y estamos, de mierda hasta el cuello y nos seguimos empeñando en tragárnosla toda. Todita toda. En fin, con lo bonito que sale ahora Vietnam en las guías turísticas. Un país verde de contrastes naturales y gentes amables. Una paraíso para aquellos que se lo puedan pagar. A ver si el año que viene me llega el presupuesto.
viernes, 16 de octubre de 2009
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