lunes, 21 de septiembre de 2009

ZENUT

Salimos de Sousse mientras los primeros rayos del sol se filtraban entre nubarrones que parecían ir disipándose para dejar paso a un nuevo y luminoso día. La temperatura ya era alta. Ni la madrugada había dejado un leve rastro de frescor.

Túnez también estaba ya despierto pese a la temprana hora. Los coches, la mayoría viejas furgonetas Toyota descubiertas, se agolpaban en torno a las rotondas como queriendo abrirse paso a empellones. Nos costó más de una hora salir a campo abierto y encontrar una marcha regular por escuetas carreteras que discurrían entre olivares centenarios y tierras rojizas.

De cuando en cuando, aparecían poblaciones de escasa entidad que parecían vivir volcadas sobre la carretera. La vida parecía girar en torno a la arteria de asfalto, en cuyos remansos se agolpaban vendedores de frutas y objetos imposibles, junto con abigarrados taxis comunitarios. Las terrazas de los cafés aparecían pobladas por hombres aparentemente ociosos, mientras que las mujeres iban y venían en medio de sus tareas domésticas.

A la entrada de cada pueblo encontramos, inexorablemente, una patrulla de policía apostada en las inmediaciones de su guarnición. Unas veces te saludaban cortésmente y otras te hacían parar. Increíblemente en un trayecto de ciento y pico kilómetros paramos unas diez veces. En ocasiones se nos requería el pasaporte o la documentación del coche, pero en otras simplemente se charlaba, en una mezcla de francés, inglés y español, sobre nuestro destino, nuestra procedencia e, incluso, de fútbol.

El paisaje se fue haciendo lentamente más árido, mientras que avanzábamos con el día hacia el sur. Hacía mediodía llegamos a las inmediaciones del gran lago salado de Chott El Djerid. Es curioso que éste lugar figure en todos los mapas en color azul, como si aquello fuera un auténtico lago.

Una gran depresión rocosa, de aspecto blancuzco, y rodeada de montañas nos acogió en su seno. El calor comenzaba a ser considerable y agradecimos sobremanera el aire acondicionado de nuestro flamante utilitario.

La emoción comenzaba a adueñarse de nosotros de manera un tanto fantasmagórica. Tantísima luz se reflejaba en un manto plateado de sal y producía auténticos espejismos suspendidos en el aire, de formas y ubicaciones caprichosas.

En los márgenes de la estrecha carretera fueron apareciendo, separados por varios kilómetros, increíbles chiringuitos de paja, que bajo el sol abrasador, intentaban vender souvenirs o algún refresco. Decidimos parar en uno y estirar las piernas. Aquellos lugares parecían sacados de otro mundo, y sus jovencísimos dependientes caídos del cielo.

Tocamos con nuestras propias manos el manto salado que nos rodeaba, petrificado, inerte y majestuoso. La sensación de soledad, de vacío, era poderosa e inundaba nuestras almas con un efecto casi laxante, purificador.

Continuamos nuestro viaje con algo de añoranza. La inmensa y plana línea recta de la desolada carretera comenzó a enervarse y apuntar al cielo para dejar atrás aquél imponente lugar. Una agreste, pero no demasiado elevada, cordillera ejercía de confín y puerta singular.

Llegando a la cima Chott El Djerid se hacía más azul, fundiéndose con el cielo, mientras que las montañas destacaban por su color terroso inclasificable.

El otro lado, la tramontana, lo que había detrás, no era menos espectacular. La visión del desierto se produce súbitamente, radiante, inconmensurable. Sólo pequeñas manchas, que dejan adivinar los oasis, parecen interrumpir su imperio.

La inmersión en las dunas, entre montañas aleatorias de arena, es todavía más acongojante. Sentirse en su seno, atrapado y minúsculo, como un grano de arena más, es una sensación única.

Embobados, ni siquiera oíamos el ruido del motor que rugía entre el ardiente aire que desplazaba a su paso. El silencio es omnipresente y absorbe, sin ninguna dificultad, todo aquello que lo niegue.

Únicamente los oasis parecen desafiar al gigante dormido. Son una ilusión, en sentido estricto, porque modifican el estado de ánimo y transmutan la paz interior en alegría pura.

El color verde parece gritar, reivindicando su lugar, entre el susurro de las hojas que se balancean en anárquicos compases. Aunque parecen pequeñas islas en medio de un océano, su magnitud progresa geométricamente según nos acercamos a ellos. Altivos, bulliciosos, plantados, ondulantes, firmes.

Y tras este manto tupido de palmeras, el descubrimiento más increíble, el agua. Límpidas corrientes de agua discurren entre arenosos fondos en busca de una salida imposible del laberinto del desierto. Atrapadas durante miles de años, no detienen en su fluir incansable para hacer posible el milagro de la vida.

E inevitablemente, con la vida, la civilización. En cada oasis se esconde el hombre agazapado. Construyendo, extrayendo, modificando.

Cuando llegamos a Tozeur las calles estaban totalmente, inusualmente, vacías. Eran las dos de la tarde. Ya casi no sentíamos el calor después de tantas sensaciones que habían colmatado nuestros sentidos. Nos acomodamos en el hotel y nos bañamos en la piscina en un último delirio sensual, y nos acostamos la siesta sin probar, ni siquiera, bocado.

Cuando despertamos el ocaso avanzaba muy lentamente. Salimos a la calle. La atmósfera era densa y el aire podía cortarse con la mano, apartarse a tu paso. Sorprendentemente el bullicio era monumental. Cafés, mercados, ir, venir. La civilización nos había alcanzado, sin darnos cuenta, de nuevo.

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