Estos días
plantea un taller el maestro Sanchis
Sinisterra en su corsetería con
el título ¿Qué hacer con los clásicos?
(para el que por cierto no me han admitido). Pregunta interesantísima en este
mundo, para algunos mundillo, teatral que no parece terminar de encontrar su
sitio en este nuevo siglo atenazado por el consumo voraz e indiscriminado de
productos multimedia. Y hoy voy a hablar de este asunto partiendo de un
espectáculo teatral al que asistí ayer domingo.
Calixto Bieito trae estos días al Centro Dramático Nacional, dentro del
ciclo Una mirada al mundo, una obra
pergeñada bajo los efluvios de los fastos de las Olimpiadas de Londres, que
también han querido dar un cierto protagonismo al teatro y, por supuesto, a Shakespeare. Este supuesto excelso director de escena, también
metido a dramaturgo recalcitrante, se ha zambullido en el orbe del bardo para
idear un espectáculo basado, como el mismo se intitula, en la obra de Shakespeare. Evidentemente no existe una
obra de este autor que se titule Forest.
El espectáculo es mucho más ¡ambicioso! y está basado en toda su obra. De ahí
pasamos al proceso de manufacturado. Elegimos un tema, los bosques, y
seleccionando una serie de fragmentos relativos al asunto, damos a la manivela
del corta pega. Así surge un collage infausto, en idioma inglés, que se intenta
aderezar y dar forma mediante la introducción arbitraria y mezclada de textos (o fragmentos
traducidos) en catalán.
Este potaje a
la catalana, ideado por el de Miranda de Ebro, resulta totalmente indigerible.
Lo peor del teatro no es la pretenciosidad, la impostación, la grandilocuencia
vacua o el encefalograma plano. Lo peor es generar aburrimiento. Y es que este
espectáculo no lo salvan, sino que lo sufren profundamente, actores de la talla
de José María Pou y otros sacados
directamente de las mejores compañías inglesas, como la Royal Shakespeare Company. Pou,
que es el más cercano y al que conocemos más por aquí, también es productor y
director teatral, por lo que se me hace más triste verle intentado rebobinar
esas cintas de Krapp totalmente
descontextualizadas y absolutamente perdido en un proyecto que raya lo patético
(y no en sentido aristotélico).
Una
escenografía bonita y original (con un árbol suspendido del techo sobre un
macetero gigante, que desparramará la tierra sobre el escenario y todo ello encajado
en un cubo liso de paredes blancas sobre las que incide la luz de diferentes
tonalidades) no es suficiente para librar al espectador del horror (tampoco
este aristotélico) de aguantar este pestiño. Y si encima se envuelve todo de
supuesta, pueril e inconexa fábula ecologista, pues todavía sale uno más
cabreado del teatro Valle-Inclán en
Madrid.
Y todo esto no
viene por ese estado inducido, y no
pretendido, a este espectador de teatro. Viene por el qué hacer con los clásicos.
Con estos se puede hacer de todo. De hecho como los pobres autores de los
mismos están más que muertos no pueden protestar. Los textos dramáticos están
en lo que se llama dominio público. Y por eso se puede hacer lo que se quiera
con ellos. Lo que no se debe hacer, a mi juicio, es tomarlos como pretexto para
cualquier cosa. Para hacer cualquier cosa. Los clásicos deben de abordarse
desde un posicionamiento hermenéutico y creativo, pero no desde el completo
desdén a los mismos. No son material inerte para usar en conglomerados de
nuevos edificios. Son valiosísimos materiales que deben de inducirnos a pensar
en los valores, ideas y asuntos humanos que cuestionan. Porque por eso son
clásicos, porque son universales. Y si encima los utilizamos para aburrir al
personal, apaga y vámonos.